¿Quién puede confiar en una persona que no tiene códigos?
Esa impresión dejó el presidente de la nación una vez más al hablar como si estuviera en chancletas, recién levantado y en la cocina, sobre sus supuestas conversaciones con su par de los Estados Unidos Joseph Biden. Que no tiene códigos. De nada.
Por momentos parece ese personaje que hacía Calabró, Anibal, que hablaba como si fuera el “namberuán” pero en realidad era “un pelotazo en contra”. Pero como no deja de ser el presidente la cosa se complica.
Supongamos que esos diálogos que reveló hubieran existido, no como desmienten elegantemente las transcripciones de la Casa Blanca que nunca mencionan risas sobre Trump o referencias a la herencia económica recibida por el macrismo.
Dar a conocer diálogos reservados es por empezar una traición a quien confió en la discreción de su interlocutor. Discreción es casi un sinónimo de Diplomacia. Por lo tanto, ventilar como cotilleo de peluquería, diálogos eventualmente sensibles que pueden generarle algún inconveniente a su interlocutor, es por lo menos, una falta de decoro sino una canallada, pero además es un incomprensible tiro en el pie, de quien necesita que la misma persona a la que está en teoría deschavando, lo ayude.
Alberto Fernandez quiso cancherearla, contando supuestas afinidades suyas con Biden para mandarse la parte ante su elenco de cabotaje, con cuestiones que, de ser ciertas, implicarían una imprudencia por parte de Biden, no sólo por criticar a otro presidente norteamericano, sino por abrir un frente eventual con la futura administración argentina si es que Juntos por el Cambio regresara al poder.
No había comenzado la reunión en el Salon Oval y los norteamericanos ya habían recibido acusaciones de la vicepresidenta de estar detrás de su proscripción y ni bien terminada la gira, el mismo presidente que les pidió ayuda los manda al frente. Y esto reitero, suponiendo que todo no sea mentira. Si el presidente es un mentiroso, no hay mucho más que decir.
De todas maneras, el amigo Biden no está solo. La misma entrevista debe haber sacado mucho más de sus casillas a Cristina Kirchner. Después de todo, para Biden, Fernandez es el presidente de un país marginal. Para Cristina, es la rebelión de su propio Golem. Esa criatura que inventó para poder volver al poder y que ahora se rebela abiertamente a sus órdenes.
Lo curioso es que posiblemente a Cristina no le molesten las mentiras sino las verdades encriptadas en un manto de cinismo.
Hay quienes dicen que Alberto Fernandez nunca la enfrentó porque sabía que otro oponente la demolería: sus causas judiciales. Cuánto costó el tiempismo de su traición es otra cosa.
Por eso cuando afirma en el reportaje que desde la oposición le pedían que la entregue, sabe perfectamente que el kirchnerismo más duro ya lo considera un entregador. Ellos lo pusieron ahí para ser un lobista.
Cuando Fernandez dice que no quiere terminar con el kirchnerismo sino con los personalismos sabe que sólo le falta decir el nombre de Cristina. Y cuando, sin anestesia les arroja que la bendición de ella ya no alcanza para ganar o que la señora lo llamó para ser candidato porque sabía que ella no ganaba, la deja expuesta por partida doble, en su actual debilidad y en lo que esconde el relato de la proscripción: que Cristina hoy tampoco puede ganar sola. Pero, quizás, lo peor de todo, es cuando él, con tono de defensor afirma que hay que hablar de la inocencia de Cristina, cuando sabe que la propia Cristina no dice que es inocente. Es como si dijera, “hablemos de la culpabilidad de Cristina”.
Lo que pasa es que a la vicepresidenta tampoco le queda mucho más que su furia, porque si debe buscar un responsable de lo que pasa, es ella misma. Sólo con aceptar su propuesta, Alberto Fernandez le adelantó cuan capaz era de darse vuelta como una media. Alguien que la criticó como Alberto Fernandez la había criticado, si hubiera tenido honor o palabra, hubiera rechazado el convite. Pero ya sabemos, el poder revela a las personas. Y el que traiciona una, traiciona siempre.
¿Quien será peor? El tipo sin códigos o quien lo eligió sabiendo que lo era.