Javier Milei pasó de decirle “montonera asesina” a Patricia Bullrich a valorarla como una de las mejores de sus ministros.
Pasó de llamar al Papa “el representante del maligno” a darle un afectuoso abrazo como un hijo pródigo.
Como si los insultos tuvieran menos peso que para el resto de los mortales, el nuevo presidente shockea al sistema político con sus latigazos verbales en los que no se calla lo que piensa.
Como si en su lógica de seguir siendo un outsider, no le cupieran los límites que el poder debe imponer en los presidentes.
Para empezar, decirle al congreso “nido de ratas”, puede leerse como un desprecio grave a la democracia ya que el parlamento es la casa de la representación democrática y él es el líder del Poder Ejecutivo. También puede leerse como una injusticia porque aún, cuando existan legisladores que no cumplieron con su palabra, seguramente hay otros que sí. Las generalizaciones siempre pecan de injusticia.
Por el lado de la prensa, cuando un presidente ataca a un periodista, ataca el derecho de los ciudadanos a estar informados y también la libertad de expresión. No sólo se produce un cruce persona a persona sino un cruce institucional en las dos figuras, presidente-periodista, presidente-diputado o presidente-gobernador.
Es curioso, Javier Milei llegó a la presidencia por decir descarnadamente lo que piensa. Entre quienes lo votaron, su autenticidad extrema es lo que les hizo sentir que podían confiar en él y una de las cosas que más valoran. Esa misma autenticidad que le permitió hacer campaña anunciando un ajuste y hacerlo. Los que lo apoyan insisten en remarcar: Milei no mintió. Hasta la elección de su arquitecto comunicacional pasó por ese tamiz. Santiago Caputo era “el único que no me quería cambiar”, repite Milei, que ante todo busca ser fiel a sí mismo en su cruzada, que incluye la exitosa construcción de la casta o ponerle nombre a algo que millones de argentinos sentía que estaba ahí, intocable. Un asesor de Obama suele repetir que no hay nada más poderoso que aquello que confirma lo que la gente ya pensaba.
Se podría decir que el Presidente quiere seguir conectando con la gente como cuando era candidato, incluso desde los insultos representando a los enojados, y en un punto, no termina de asumir los límites que debería imponerle el hecho de detentar el poder. Es decir, el hecho de que ya no es sólo Javier Milei, sino que también representa al máximo poder del estado, por lo tanto, cuando ataca crudamente a un periodista, a un artista o a un político, cualquiera de ellos recibe el ataque del presidente y una intolerancia que se derrama en el sistema todo.
Esa noción de asimetría, es la que Milei rehúsa aceptar cuando se le pregunta en función de la desventaja que impone su investidura. Ocupa el más alto cargo político pero dice no ser político y detenta el más alto poder pero sigue respondiendo de igual a igual. Para él es su derecho a defenderse ante un ataque que considera injusto.
Por momentos parece mantener ese código de las redes donde a las palabras, por más fuertes que sean se las lleva el timeline y donde se normaliza una agresividad que no es común en el trato persona a persona de la vida real. Por cierto, en su trato personal, el presidente no sólo es respetuoso sino naturalmente correcto y formal.
Pero en su juego político, ha llevado el trato y el destrato de las redes a la arena política. En un juego de doble filo, busca seguir siendo el mismo para quienes lo votaron y diferenciarse de la política que es el territorio que ahora habita. Pero corre el riesgo de afectar su propia autoridad presidencial en la bravuconada abriendo heridas y resentimientos con quienes debería tender puentes. En su entorno explican que además, esto es una técnica discursiva para dejar en evidencia lo que consideran “negocios de la política”, sean, recitales millonarios que pagan municipios empobrecidos o la resistencia a soltar cajas negras como los fondos fiduciarios, “a sabiendas –dicen- de que es la única manera de que la gente de a pie lo entienda”.
Es cierto que no hay santos en este negocio. Y que detrás de los más correctos pueden esconderse las peores traiciones. ¿Qué es mejor, un Milei que te dice lo que piensa sin filtros o el que conspira tras las cortinas pero te trata como un lord inglés?
Está tan desilusionada con la política la sociedad argentina, que aprendió a leer en los discursos políticamente correctos, el total cinismo. Y en su cruda decepción, eligió al vengador Milei y además ejercitó otra capacidad: mirar no sólo lo que dicen sino lo que hacen los políticos. En una de sus últimas cartas, Alexei Navalny, el opositor a Vladimir Putin que murió misteriosamente en un gulag cercano al ártico, llamado Lobo Polar, preguntó: “Por favor, nómbrame a un solo político actual que admires”. La pregunta puede derivar en un total silencio de cualquier interlocutor.
Hay algo claro: Milei es el presidente que no quiere ser político. No quiere ser el máximo poder del estado sino el máximo poder del individuo frente a la asimetría del estado.