"Se terminó la farsa"
Miércoles, 23 Marzo 2022 10:35

"Se terminó la farsa"

Volvé a escuchar el comentario editorial de hoy de Cristina Pérez.

El uso de la inflación por parte del gobierno, para hacer el trabajo sucio, requiere de un par de elementos imprescindibles: que la gente la perciba casi como un fenómeno autónomo, por el que se le puede echar la culpa idealmente a los empresarios, y que tenga un ritmo que la haga pasar desapercibida, amortiguada por la ilusión de paritarias que la compensen alguna vez. En Argentina, todos esos márgenes se han gastado.

La inflación pasó el límite de lo tolerable. Y no es una cuestión de percepción abstracta. Es la aceleración de los aumentos que genera miedo, desazón y pánico. El valor de la moneda se destruye ante nuestros ojos. En un solo mes hay tres, cuatro o cinco remarcaciones del mismo producto. Y mientras el agua entra al barco, el gobierno quiere arreglar las averías del casco de la embarcación poniendo curitas. Pobres de nosotros. De hecho, cada vez más pobres de nosotros.

Sin embargo, este no es el tema que desvela en forma seria al gobierno. Porque si fueran serios, primero, no hubieran permitido irresponsablemente que los precios lleguen a este nivel; segundo, porque si fueran serios no ostentarían la improvisación y la impericia que despliegan ante los ojos de todos. Para que las cosas ocurran hay que poder hacerlas, saber hacerlas y sobre todo querer hacerlas. Los tres ítems son dudosos con este gobierno. No pueden hacer lo que no tienen acuerdo interno para ejecutar, no pueden hacer lo que no saben hacer porque básicamente se han revelado inútiles, y simplemente no quieren hacerlo. ¿Entonces qué es este despliegue sobreactuado de un discurso bélico contra la suba de precios? Más de lo mismo: efectos especiales para que parezca que hacen algo. Lamentablemente, lo único que apaga el fuego es dejar de tirar nafta y empezar mínimamente a tirar agua. Eso, en la economía, es un ordenamiento que requiere ejemplaridad, algo al menos de sensatez, y gastar menos. Para una fuerza que considera que gobernar es gastar sin importar cómo y lo han demostrado acelerando la emisión con total irresponsabilidad en la campaña electoral sin importar las consecuencias que ahora estamos viviendo, eso los deposita en un territorio de herejías. Si llegar al estado es tomar cajas, pelearse por parcelas de poder, quién reparte más, y convertir los resortes burocráticos en cotos de caza, cómo se nos ocurre pedirles que cambien esa cosmogonía de la teta del estado, por una vaca flaca que mira triste desde el otro lado del alambrado.

Pero mientras la gente sufre y se desespera porque no le alcanza la plata, mientras las remarcaciones ya no sólo recuerdan los comienzos de la hiperinflación para los que la vivieron, sino que reavivan miedos que se creían superados, sobre la posibilidad de que vuelva a ocurrir, el gobierno está en guerra. Y no con los precios. Eso es sarasa. Esas son balas de fogueo. La gente ya sabe que los acuerdos de precios son como contener un tsumanmi con tres bolsas de arena. Y la ola es grande, muy grande. Entonces al mismo tiempo que la situación desespera, la hipocresía de los funcionarios se siente como tomadura de pelo. Tienen notorio talento para sacar lo peor del ánimo de la gente.

En las cumbres del poder, las figuras más importantes libran un duelo que sólo deja en evidencia qué es el poder para ellos y no parece tener nada que ver con el pueblo. Se trata de ganar para usar los resortes, los recursos y la protección del estado para sacar ventajas personales. El pueblo aparece en los discursos y los discursos, si es necesario, se cambian.

Es curioso, Cristina Kirchner pudo ganar en 2019 porque ofreció a la sociedad, una fórmula moderada, escenificando un supuesto aprendizaje sobre las bendiciones de la unidad peronista, que la había hecho ingresar al territorio magnánimo de la grandeza, coronando incluso a un réprobo, al que de hecho, más la había criticado. El flan vencido de antemano se llamaba Alberto Moderado. El Alberto Moderado, fue un producto de un marketing delicioso. Lo compraron muchos. Venía con crema y dulce de leche, rezaba un packaging peronista encantador; y de bonus track, había mucho asado en la heladera. El Alberto Moderado llenó editoriales de los diarios, embelesó a muchachos avezados en el cinismo de la política que igualmente se tragaron el sapo, y fue bendecido hasta en el Vaticano. Ahora sabemos, gracias a la carta de los intelectuales cristinistas, lo que ya se sospechaba: la moderación es cosa del demonio y es todo lo contrario al pueblo. Al titular “Moderación o Pueblo”, la carta que veta directamente al gobierno de Alberto Fernandez, no pudieron ser más explícitos. El Alberto Moderado no era el pueblo. Y por eso Cristina lo intervino desde el principio. Demoró en demostrarlo porque la pandemia la puso en atenta observación. Y cuando él creía que tenía el poder, ella empezó a demostrarle quién mandaba. Exhibiendo su dominación, despoblándole el gabinete de fieles, obligándolo a escenas de sumisión humillantes y a al desgaste permanente de la contradicción. El Alberto Moderado sólo fue un producto de marketing, un anzuelo para giles o un atajo para los muy vivos. Lástima que el actor principal se había creído el papel. Ahora, dos años después, le informan que la moderación, esa propiedad maravillosa que aparecía en el frasquito electoral huele como el más satánico de los azufres y hay que ejecutar el exorcismo.

En las próximas horas, veremos a los militantes del kirchnerismo duro, criticar a su propio presidente, casi tanto o más que a Macri. Cristina, que admira tanto a los rusos y a los chinos, hubiera querido asegurarse el poder hasta 2036 como Vladimir, el Terrible Putin o de por vida como todo indica logrará Xi, “me hago el sota con la guerra” Jinping. Esas autocracias maravillosas que inspiran como nada a la vicepresidenta. Pero la Cristina Eterna, también es un producto que salió del mercado. Ganar tiempo y aceptar la finitud es más costoso y menos elegante. Si hay que traicionar o romper, se hace. Lo importante no es la unidad, ni la inflación, ni el pueblo. Lo importante es asegurar la próxima candidatura, tener la vaca atada de los próximos fueros, fidelizar a los votantes que garanticen los próximos años en el conchavo del estado. Total, siempre habrá una explicación, un culpable, y mucha elasticidad discursiva. Lo que no se toca es la caja. Lo que se evita es la cárcel. Lo que se ataca es la justicia.

Como se dice en el fútbol, el presidente depende de sí mismo. La cuenta de su ambición es más abultada que los sobrecargos del Fondo. Cuando le dio el Sí a Cristina, yendo contra todo lo que había expresado en la última década, la subestimó. Ahora se da cuenta que la presidencia no es colegiada. Tiene que salir a decir que él es el presidente. Tiene que explicar que así funciona la Republica. En medio de enorme soledad política, deberá decidir si cumple al menos con esas palabras. Porque ya tanto dijo en el viento que su palabra está más devaluada que el peso.

Se terminó la farsa. La moderación nunca estuvo en el diccionario de Cristina. Y el rey se quedó desnudo. “La vida me puso aquí, ¿qué querés que haga?”, le dijo el presidente a un periodista. La realidad es que Cristina lo puso ahí, pero ahora debe decidir si asume contra los designios de ella la letra constitucional. Si el poder es estar en control de las propias decisiones, para Alberto Fernandez, es ahora o nunca. Quizás, al primer mandatario, en estas horas definitivas, le ayudaría recordar una de las máximas del General San Martín: “Serás lo que debas ser o sino, no serás nada”. Y mejor que se apure, porque lejos del palacio, en la calle, el horno no está para bollos, y el pan sale carísimo.